24.10.08

Andrés cambia de personalidad cada ocho segundos

Andrés cambia de personalidad cada ocho segundos, pasa de lo enérgico a lo abúlico en menos de lo que tardo en escribir esto. Es un loco completo, aunque en el sentido convencional. No es que tenga una idea fija, es que su mente bulle de ideas y la ebullición lo quema y lo desplaza, aunque quiera ponerse siempre el traje de la lógica. De todas formas, me agrada. De hecho me agrada bastante. No puedo hablar de él sin que Alejandro me mire de reojo, queriendo entender, fingiendo comprensión, pero yo sé que mi admiración y aun mi gusto por Andrés puede perturbarlo y de hecho lo perturba. Deber ser celo literario, solamente, no creo que sea homofobia. Alejandro es completamente heterosexual, me lo ha dicho su analista.

A Andrés lo conocí en un taller de escritura creativa en la biblioteca pública en la que ahora trabajo, aunque lo conocí antes de trabajar acá. Me lo presento Diana, una niña gorda, hippie y, cómo decirlo, torpe en todas sus maneras. Una niña que quería escribir a pesar de su oficio, sus capacidades y su disponibilidad para la apuesta. De entrada, un pedante. Habló toda la noche con Alejo de poesía francesa y de autores del siglo XIX. Y yo no dije nada, no sé por qué. Sabiendo que en el ultimo parcial de simbolismo saque cuatro cinco. Sabiendo que hace ocho días expuse a Rimbaud en el taller de mi clase. Creo que no dije nada por miedo o porque me gusta demasiado Andrés o porque las maneras graves de Alejandro me exasperan hasta querer matarlo. Y yo que les salí con literatura colombiana actual, desde el principio comenzamos mal. Ese día hablamos mucho, Andrés me comentó su deseo de entrar a la academia como una forma de imprimirle rigor al oficio y eso no me gustó porque en realidad uno no aprende a escribir en un salón, ni siquiera en los libros, ni siquiera en la vida se aprende a escribir. Uno tiene que estar dispuesto a decirlo todo y decirlo hasta morirse y punto. No hay más. La literatura no es importante. Solo la verdad es importante. La forma siempre será la forma. Ah, cómo me emputa que nadie pueda oírme cuando digo estas cosas.

Mis visitas a la biblioteca eran más bien frecuentes, iba tres o cuatro días a la semana, siempre en las tardes, cuando las clases habían terminado. Como se han podido dar cuenta, estudio literatura y estoy en primer semestre. Estudio en la Universidad Nacional de Colombia, un claustro estudiantil con larga trayectoria en el pensamiento libre, ahora convertido en el último reducto de esa forma de revolución que asume las formas de la papa explosiva y del megáfono, en una suerte de reivindicación pendeja y, por supuesto, necesaria para salir del programa que quiere convertir la educación en mercancía, etc. No se me entienda mal. Creo en la revolución. En lo que no creo es la arenga socialista de unos tipejos que no dan la cara siquiera. En el grito anti imperialista de juventudes bebedoras de porquerías en potreros asquerosos. En la estricta castidad del anarquismo light. En los colectivos culturales que reivindican lo reivindicado hace cien años. No creo en nada de eso. Creo en la soledad creadora, en una suerte de individualismo solidario. Creo en el ateísmo panteísta y en el posmodernismo ético. Creo en el libre cambio con inversión social. Soy un perfecto idiota que así se reconoce y se acepta. A ratos, incluso, soy feliz.

Ah, esta historia no se deja contar. Les digo que al salir de clases me iba a biblioteca a leer y a hablar mierda con la gente en la cafetería. Leía los libros que me ponían a leer en la universidad y decía las cosas que la gente quería escuchar en la cafetería. A veces decía cosas que no querían escuchar y entonces querían escuchar más de eso. A veces no leía los textos que eran tarea y más bien leía las letras colombianas de estos tiempos. Me gustan mucho las novelas de autores colombianos, sobre todo las de Abad Faciolince. Me recuerda mucho mi infancia y mi adolescencia. ¿Les dije? Tengo 20 años, los suficientes para saber que edad no significa experiencia. Los tipos y las mujeres con las que hablaba también tenían veinte años o un poco menos. Y a veces hablaban con señores canosos, desempleados, de una limpieza sucia, no sé cómo decirlo, atrevidos con las mujeres y atascados en medio de lo señorial y lo moderno. La senectud más vanguardista, me dijo una vez Andrés cuando todavía hablábamos.

La biblioteca no es grande ni pequeña, tiene amplios ventanales y jardines pulidos, un lago sucio y tranquilo y unas terrazas de piedra soleadas. El taller literario lo fundó un tipo de la Javeriana, un tipo culto, presumido y estúpido, que elegía buenos textos y se apoyaba en diapositivas que proyectaban obras de arte. Leíamos en voz alta algún texto, después el hacía el comentario pertinente, después alguien hablaba y acto seguido era ejecutado por el expositor. Era una buena clase. Leímos, a ver, cuentos de Kafka y de Chejov, los favoritos del profesor. No los míos, yo prefiero a Borges y a Poe. No sé ustedes, yo prefiero la exposición realista de Borges a las especulaciones metafísicas de Chejov. Son dos cosas irreconciliables. Prefiero a la gente como en realidad es. Por eso es que leo, para conocer a la gente como en realidad es. Por eso estudio literatura, para entender cómo es el hombre cuando canta la tristeza de no saber, de no conocer, de no hallar sentido. Es lo único que me interesa y era lo único que me interesaba entonces. Pero conocí a Andrés y él lo cambió todo.

La noche en que bebimos café y todos hablaron triste y apasionadamente de literatura francesa, Andrés me dio su teléfono y me dijo que teníamos que hacer un grupo paralelo al del profesor javeriano. Habló de redactar un manifiesto, de forjar una revista y de ponerle nombre al grupo. A eso de las diez de la noche, encerrado en mi habitación, di a luz un cuento titulado ¨Para entrar en el jardín¨ que imaginé proemio de la aventura literaria. A las nueve del otro día, Andrés me sacó de clase con una llamada, para comentarme que el grupo se llamaría ¨Resig-nation¨ y que ya había redactado el ¨Primer Manifiesto Resignista¨ destinado a no cambiar nada y a dejar las cosas tal y como estaban. Colgué el teléfono perplejo. A las ocho de la noche nos reunimos en una café: Andrés, Alejandro, Diana, un amigo de Andrés llamado Julián, y un servidor. Andrés pidió cerveza para todos, aclaró la voz y dio lectura al más brillante engendro literario desde el Primer Manifiesto Surrealista.

El texto finalizaba: ¨Habiendo encontrado el supremo destino que nos ahoga con la pasmosa velocidad de sus flácidos neones, solo nos queda proclamar con la mayor fuerza de la que somos capaces, la quietud más absoluta, la inmovilidad, el silencio y el azul infinito, siendo la última y única solución que cabe en el espíritu humano para frenar la barbarie¨.

No supimos que decir. La explosión del cristal en el muro de piedra nos sacó del ensueño, Alejandro había tirado su copa. ¨Beckett tenía razón¨ fue lo último que se dijo esa noche.

Grandes lienzos adornaron mis paredes por siete meses, la duración del sueño resignista. Casi todos dejamos de dormir para aplicarnos a la ardua labor de sacar la revista a la luz pública. Diana escribió pésimos poemas, Alejandro escribió extensas elegías autobiográficas y Andrés escribía instrucciones y manuales de uso, que defendían el silencio y la quietud con el más brutal de los estilos. El movimiento y la fluidez eran la constante en sus letras, aunque el contenido fuera lo contrario. No supe si era deliberado, pero ese contraste tan certero parecía la más dura de las críticas al estado actual de la literatura: un periodismo ávido de violencia con maneras quietas, torpes y soñadoras. En sus escritos, Andrés parecía ser una mujer desengañada, harta del mundo y en busca del eje, del lugar en donde echar raíces.

Andrés era la literatura misma.

(al parecer, continuará...)

28.8.08

A los cobardes...

Hubo una época en la que me pareció muy cool trabajar en un bar, por la gente, por la música, por el free vodka, por la plata. Le acepté a una amiga el trabajo, de 5 a 1 am, era un sitio suave de luces naranjas, pop art y música electrónica. Pagaba a 20 el día de semana y 25 viernes y sábados. Siendo estudiante primerizo, atolondrado y ávido de mundo, no parecía nada mal. Aparte de servir cocteles y extraños cafés tocaba limpiar, fregar, lavar los platos y esperar el cierre. Aunque nunca me acostumbré a lo que alguien llamaba lounge, hard house, chill out y otras cosas por el estilo, así como nunca me acostumbré a los afters de remate en casa de un antropólogo marica o en los grills de salsa dura del centro, conocí una gente muy del putas. Uno de ellos, del único que voy a hablar, es Valentín.

Arquitecto, literato, editor de libros para niños, proyecto de marido. Mientras secaba vasos y tomaba pedidos, él me contaba cómo iba la tesis de grado, se llamaba algo así como “los conceptos de valentía y cobardía en la obra de Roberto Bolaño” y de verdad podía durar horas hablando de sus hallazgos. Sin ser muy entendido en la obra del chileno, yo le daba impresiones como un croupier, sirviendo el juego lentamente, y él sonreía como sólo saben hacerlo esos lectores que encarnan a sus poetas, que son verdugos de sí mismos, y seguía gruñendo su discurso rabioso y hermético.

En la feria del libro de ese año nos encontramos a la entrada de una conferencia, él iba de saco de pana como profesor de historia, y yo llevaba una chica. Casi no hablamos, pronto entendimos que nuestro lugar era el bar electro y que nuestro único tema era la obra de Bolaño. Antes de irme me regaló dos cosas, un abrazo y “los detectives salvajes”. El libro lo perdí en un viaje pero el abrazo lo conservo y lo releo cada vez que puedo. La tesis, en cambio, no he podido encontrarla.

Ya en otro trabajo, sin música, con otra gente y con más plata, reuní lo suficiente para comprar una serie de libros, entre ellos el mismo que me había dado Valentín. Con su lectura gané más cosas de las que perdí, aunque dolió haberlo leído, significó de una forma oscura e incomprensible el fin de una etapa de incertidumbre y el comienzo del plan. Del plan hablaré en otro momento. De lo que quería hablar aquí era de la cobardía y la valentía, en la obra de Bolaño, en mi vida, brevemente porque no recuerdo bien o porque no será este el lugar, nunca será este el lugar para hacerlo.

Me enteré que Bolaño andaba obsesionado con la valentía y la cobardía. En su reconocimiento excesivo a la valentía de Mario Santiago creí ver un reconocimiento de su propia cobardía. Alguna vez le preguntan si para ser poeta hay que ser valiente y él dice que no, que han existido grandes poetas cobardes, que para ser poeta hace falta verse en un espejo negro y saberse valiente o cobarde, y aceptarse. A sus ojos, Rimbaud, Lautreamont, son valientes. Se atrevieron a mirar en lo oscuro, trazaron un camino (un plan) y no cejaron hasta llegar a puerto, ardieron, conocieron el éxtasis. Ulises Lima es otro valiente a sus ojos, es el sueño del autor suelto por el mundo, una fuerza de la naturaleza, una fuerza frenética, triste, eternamente adolescente. Belano en cambio es soñador moderado, poeta cobarde, héroe romántico, y aún así se hace guerrillero en el África. En muchos de sus cuentos he encontrado una tensión latente entre el poeta y el funcionario, el viajero incansable y el hombre que echa raíces, el que hace lo quiere y el que hace lo que los demás esperan de él. Si es cierto lo que dicen, si es cierto que Belano es alter ego de Bolaño entonces la sospecha es fundada. Nunca sabremos si Roberto era cobarde, igual cobarde frente a quién, pero sabemos que en su juicio interior él se consideraba tal.



No recuerdo la fecha ni el año, recuerdo el barrio, la noche y las caras. Iba con tres o cuatro amigos, errando por las canchas del conjunto de mi juventud, más que borrachos, pateando piedras como en la canción, olvidados del futuro, irresponsables y fuertes, hermosos y sucios, decidimos ese día hacer frente a los bravucones de la zona y nos sentamos en las escaleras de hierba que coronaban la plaza central. Yo le pedí un trago a uno para mostrar confianza. Me lo dio. Volví donde estaban los míos. Hablamos duro, nos reímos, jugamos a pelear para mostrar fiereza. Entonces vino hasta mí el gordo que me había dado el trago y me pidió plata. Me negué sin retroceder. Lo miré de frente. El hombre me encajó los nudillos debajo del ojo izquierdo y caí al piso. Con rabia me levanté y supe lejos los supuestos amigos. Mandé un puño sin fuerza a la cara del tipo, él lo espantó como una mosca y me empujó al suelo. Recibí patadas en todas partes, en la cara y en las piernas, yo me defendía y él golpeaba, hasta que dejé de defenderme y él seguía golpeando, y al fin dejó de pegar y yo ya no podía moverme. Pero podía ver, y vi sombras acercándose y me dije corre o vas a morir y eso hice, correr, correr hasta que no me dieron más las piernas, correr hasta escapar a la muerte. Me siguieron las sombras y no les di la cara, huí, corrí, me escapé y supe que era mi primera cobardía.

Ahora que el barrio se ha borrado, ahora que los tipejos cobardes están en oficinas o en el paro y que las sombras acechantes están en el mismo infierno, ahora punks de esquina, sé que fui cobarde, sí, pero no más que los otros, sé que quise protegerme y escapar a la muerte. Eso fue supervivencia, conservación, me dije, y de ahí en adelante procuré la valentía en formas más modestas: no dejé escapar las mujeres que amé, me enfrenté a mis padres y quise escribir para ganarme la vida.

Sé también que ahora, instalado como estoy en una forma de lucha bastante cómoda, si hubiera que salir a la calle a luchar con las sombras, si hubiera que hacer la revolución a punta de piedra, me pararía al frente de la muerte, la miraría a la cara y la escupiría bellamente y sonreiría como hacen los hombres que encarnan sus poetas y son verdugos de sí mismos.

5.7.08

confesiones descaradas

Que afán tan idiota de terminar capítulos, de cerrar puertas tras de si. Que dolor de estomago y de piernas, no pregunten. Que desgano, que estupidez. Si al menos la literatura no fuera periodismo. Si saliera algo valioso de la imprenta, si no se inoculara la mentira por el culo editorial. Que puta falta de compromiso, que vida fácil, que enfermedad. Si estuvieran los grandes para ver esto. Que ausencia de grito, que conformismo, que patriotismo idiota. Si se pudiera decir algo de la liberación, si no fuera todo bangbang espectáculo y maquinaciones. Si la vida estuviera viva y escuchara las loas absurdas. Si la libertad no estuviera tan cansada como nosotros. Si de verdad se quisiera construir, si no fingiéramos la posguerra. Que oposición cansada, que escepticismo, que aburrimiento. Que tedio. Que tedio. Que desiertos de música y de obscenidad. Si el sarro y la vejez nos dieran tregua. Si la melancolía fuera paga, por dios, si esto valiera de algo. Si esto valiera de algo, uno escribiría. Uno escribiría. Sin pensar en el trabajo por hacer o en el tazón vacio. Sin hacer fuerza por concluir etapas, sin poner listones, sin ignorar la historia. No estoy loco, es solo hoy, es solo hoy, es solo hoy que hay que dormir un poco.

18.6.08

Ídem

Como H., yo también me quedé parado esperando que doliera, esperando el latigazo en la espalda, las prensas calientes que abrieran la carne. Nada, no sentí nada. Como ella, no vi signos de amor, ni deseos de búsqueda o reclamo, ni impulsos psicóticos, solo un hilo frío que mojaba las vertebras. Y la calma, la calma.

16.6.08

Plea From A Cat Named Virtute

(The Weakerthans)

Why don't you ever want to play?
I'm tired of this piece of string.
You sleep as much as I do now,
and you don't eat much of anything.
I don't know who you're talking to,
I made a search through every room,
but all I found was dust that moved
in shadows of the afternoon.

And listen, about those bitter songs you sing...
They're not helping anything.
They won't make you strong.

So, we should open up the house.
Invite the tabby two doors down.
You could ask your sister if
she doesn't bring her Basset Hound.
Ask the things you shouldn't miss:
tape-hiss and the Modern Man,
The Cold War and Card Catalogues,
to come and join us if they can,
for girly drinks and parlor games.

We'll pass around the easy lie
of absolutely no regrets,
and later maybe you could try
to let your losses dangle off
the sharp edge of a century,
and talk about the weather,
or how the weather used to be.

And I'll cater with all the birds that I can kill.
Let their tiny feathers fill disappointment.
Lie down, lick the sorrow from your skin.
Scratch the terror and begin to believe you're strong.

All you ever want to do is drink and watch TV,
and frankly that thing doesn't really interest me.
I swear I'm going to bite you hard and taste your tiny blood
if you don't stop the self-defeating lies you've been repeating
since the day you brought me home.

I know you're strong.