19.7.07

De vuelta en la ciudad

Estuve en Medellín tres semanas. Le dí algunas vueltas a la vieja ciudad de las flores. Visité lugares, caras, cuerpos, me bañó la luz hasta limpiarme, la noche hasta podrirme, tuve miedo, alegría, plenitud, hastío. Pude notar una tendencia clarísima en mí: casi siempre ando conectado con los movimientos de mi espíritu (perdón por la palabra) y casi no pongo atención a lo que pasa afuera. Trato de estar al tanto del mundo objetivo, de saber lo que sucede en el globo, pero siempre vuelvo al diálogo con un cierto diablillo interno. De tanto echarle cabeza he llegado a una obvia conclusión: el mundo externo es solo reflejo del interno. Un perro que muere es una faceta de animalidad moribunda dentro de mi universo sexual. El río de la Avenida Oriental, que fluye en contra del Metro dirección Niquía fue lo que me dijo que era hora de volver a la ciudad. Una pareja preciosa, a las afueras de Otraparte, casa museo, búnker, escondite, cafetín, él músico atormentado, ella sexo y lucidez, me trajeron a un estadio de soledad infinita y acogedora. Isabel, musa y madre y guerrero maya, ahora se capacita para trabajar en nada menos que una librería. Heidi, niña triste y vieja rabiosa, se expone a la cruda luz de una oficina que abre de ocho a cinco, y extraña paradoja, se muere por el teatro.

Así va todo, las cosas pasan, las palabras son puestas a rodar y todo eso te dice algo de resonancias profundas. Tengo en el cuerpo una máquina de traducciones, un artilugio hermenéutico, erótico, visceral. Sensibilidad mas no sensiblería, pues siento los ojos duros, líneas que bajan y enmarcan la boca, pérdida del sentido humor, conciencia de la precariedad, deseos de remodelar alma y alcoba, de aprender portugués, esgrima, culinaria. Ganas de quemar el mundo entero con un poema, de cantarlo con tanta fuerza que vuele en pedazos. Escribir con tinta de mi sangre, reunirlo todo en un solo cuerpo, sacarlo con ganchos, ponerlo a secar, mostrarlo al mundo sin temor, sin ponerle un valor estético o económico. Escribir con claridad, dejar ya de gritar como un loco. Vivir tanto surrealismo que sienta la necesidad íntima de superarlo. Dirigir luz a todas las cosas, exponerlas a la claridad del medio día, despojarlas de atavíos, de máscaras, de teorías. Violentarlas si hace falta, regresarlas a su condición de eterna anormalidad, de eterna sencillez. Abrazar la muerte de una vez por todas como se abraza la vida, entender el oscilar que implica vivir como juego peligroso, de un lado agua cristalina, de otro diente de tigre. Pasar por toda la gama de colores, por todos los matices. Ya no más blanco y negro, ya no más vida y muerte. Ahora violeta, naranja, azul, ironía, ternura, cinismo. Ahora cosas nuevas, mundos nuevos... espero.

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