2.8.07

Una de esas escenas 2

Martín. Martín. Mi nombre en su boca siempre cobra un timbre especial, un martillo cediendo ante un cristal. Esa forma suya de cerrar las puertas, tan discreta y tan segura, me deja siempre plantado, expectante, solo, un tigre en una jaula. Creo que sé porqué me deja. Es evidente que no puedo decidir con ella a mi lado, ambos lo sabemos. Me deja para que haga uso de mi libertad, para que pueda decir ficción sin ruborizarme o periodismo sin jactancias, para que encuentre mi voz, mi camino, para que sea feliz haciéndome daño, afligiéndome, para que haga realidad ese estúpido y fecundo deseo de explorarlo todo.

Casi diría que el rompimiento es un sacrificio ritual, la inmolación del amor, tan necesaria para que la vida perdure. No hay final de nada en el amor; hay un nuevo peldaño, algo que se abre, una invitación a mirarse cara a cara, a compararse. Los amantes no tenemos nada que decirnos, y de ese trágico silencio nace la culpa. El sexo viene a restañar las heridas, es simple. Un héroe caído, una cauta enfermera son los amantes perfectos. Al final, una puerta que se cierra implacable, un portazo en plena nariz.

Al salir a la calle la encuentro igual que siempre. Negras avenidas salpicadas de luces, brochazo amarillo sobre lienzo negro. Charcos como espejos que son pequeños cielos, faroles que escupen su lluvia dorada. Pero algo ha cambiado, me parece. Sin ella esta ciudad es una ciudad, la misma ciudad. Antes era un mundo entero, terrible y maravilloso. Ahora solo tengo estas sombras que me acechan, ojos que me espían como colillas encendidas. Pareciera que la ciudad es un todo orgánico dispuesto a... etc.

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