1.3.08

postales

Siempre que me encuentro en una situación extraordinaria y/o absurda, es decir, siempre que atrapo un momento en plena oscilación entre la belleza y la falta de sentido, pienso en mí y a la vez pienso en otros, me despersonalizo, o dicho de otra forma, me veo desde afuera, como si llevara una cámara de video a dos metros de mi cabeza o hiciera parte de un reality show universal. Interpretaciones místicas aparte, me pregunto en ese instante qué estarán haciendo otros que conozco o creo conocer, trato de jugar a la alteridad, me meto en otra piel y empujo hacia afuera, proyecto imágenes, las agito, las arrojo al viento desde el quinto piso. A veces incluso lo dibujo todo y lo pego en una tabla con alfileres. En este momento no pasa. Si así fuera no tendría que escribir sobre ese proceso a la vez arduo y trivial de dejarme arrastrar por la especulación y la nostalgia. Trataré de jugar entonces de forma consciente, tratando de no sacrificar la lúdica en aras de la perra literatura.


En una de las innumerables plazas de la ciudad de Bogotá, el chico del sombrero anota en una libreta infantil versos sobre palomas y transeúntes, lo mira todo con histérica tristeza, y se pregunta cuándo llegará el momento en que la ciudad se rendirá a sus pies, avergonzada de haber mostrado todos sus pliegues sin poder seducirlo.

La boca irónica y dulce de la condesa mancillada escupe palabras provocadoras y vulgares en algún cinema de centro comercial o en algún bar de música fogatera y luces tenues, pero no por mucho tiempo, siempre que su código de conducta le impone una discreción que no supere las dos copas y una fuga que respete los horarios nocturnos del transporte urbano.

Mi amigo el templario hace el amor o saca a pasear su perro por las calles de Palermo, lo que en su universo particular, constituye un fenómeno análogo. Su novela saldrá pronto.

La cocinera experta duerme en su cama el sueño perdido de la noche anterior, piensa en él, en su sombra que oscurece las paredes del dormitorio, en el juramento roto de no quemar su templo de ropa sucia y algodones manchados, queriendo deshacer todo el recuerdo de un soplido, llorando lágrimas negras sobre un libro de Sófocles, pensando a la vez en el otro, tan manso, tan despreciable, con toda la juventud en la cara y los bolsillos rotos, mientras Bach lo vuela todo con violentos decibeles.

La chica lacrimosa se reconcilia con sus decisiones, escucha a su padre hablar desde la cocina, pule con un cepillo los cojines de la sala, feliz de poder fumar de nuevo en casa, queriendo zafarse del pasado, relegando al olvido las promesas que ofrecía el arte encarnado que alguna vez fué su novio actor y ahora solo existe como ceniza, ya sin ganas de romper los discos de música protesta, dejándolos al polvo y al tiempo, comprando ropa bonita y viviendo, como solo ella sabe hacerlo, todo el esplendor del siglo XIX.

El viejo gringo le aplica a todo su mirada mesiánica. Ahora que ha abandonado su trabajo de curador de galería para explorar el corazón de las carreteras, ahora que ha cruzado límites y visto desaparecer montañas bajo luces de otros cielos, ahora que escribe con el corazón en un puño y palabras verdaderas, ahora que su juventud pende de un hilo, puede por fin volver a su ciudad, a su libro gastado de Kerouac, a sus enemigos gratuitos, a sus fiestas prescindibles.

Finalmente ella, su silueta que de alguna forma es todas las siluetas, se pasea por las calles de alguna ciudad europea o asiática, se detiene en una esquina y comprende de golpe lo que cualquier persona en cualquier esquina de cualquier ciudad comprendería: avenidas, caras, estatuas y portales son siempre las mismas, tienen siempre el mismo sabor a espejo relamido.

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