Extraño fin de semana. El viernes estuve a punto de pegarme un tiro cuando después de cuatro cervezas, me despedí de Carlos en un parque cercano a la universidad. Me sentí realmente mal, amigos, pues tuve la sensación de estar terminando carrera con un saldo negativo. Y me preguntaba ¿qué queda después de cinco años de andanzas y aprendizajes? Pues hombre, me dije, experiencias, lecturas, amores fallidos. Un ciclo que se cierra. Y bien, lo que no entendía entonces (y creo que ahora tampoco) es que cerrar un período de vida o cualquier cosa implica anudar los extremos del lazo, o sea, desembocar irremediablemente en el principio de todo. De nuevo me ví empezando universidad, con la ansiedad primípara, abriendo bien los ojos para tratar de ver un camino estable, algo que sirva y satisfaga y no duela tanto.
Camine entonces hasta mi casa, tenía ganas de caminar, que está como a media hora y la sensación de desamparo fue en aumento, por lo que llegué adormir inmediatamente. Al despertarme a eso de la media noche, el dolor no desaparecía, por lo que traté de anular el pensamiento a fuerza de televisión. Mala decisión. Entregado al frenesí del zapping, duré despierto hasta muy tarde. Mas bien hasta muy temprano.
La mañana del sábado transcurrió en una especie de semisueño en la que buscaba entre mi agenda de teléfonos alguien con quien ir a la feria del libro. Muchas personas me habían dicho durante la semana "vamos, seguro, el sábado nos vemos allá", pero yo solo quería ir con Sasha o con Marco. O con ambos. Pero Sasha (después les digo quién es) tenía el celular apagado y Marco no apareció por ningún lado así que me decidí a ir solo. Después del baño y de un largo almuerzo en el que charlé con mi tía para no preocuparla, me llama a la casa una niña que poco veo y quiero bastante, Luisa, con el pretexto (?) de estar buscando material para estudiar un final que viene pronto. Entre una cosa y la otra, quedamos de vernos para ir a la feria. Perfecto, ya tenía con quien ir. Un poco tonto eso de no querer ir solo, debe ser una etapa de "handle with care", de futuro difuso, en las que uno quiere el diálogo o al menos la compañia de alguien que esté en las mismas. A eso de las cinco, mientras escuchaba a Vladdo hablar sobre cómo leer la ciudad, me llama y nos vemos en las banderas de Corferias. Todo marchó bastante bien. Vimos a Herralde mientras hablaba de Anagrama (nos aburrimos sin decirlo), caminamos por ahí con cigarros en la mano y nos topamos literalmente con Valentín, un arquitecto-literato-editor que estaba por allí en busca de las huellas de Bolaño. Y vimos a Juan Carlos Botero vestido a la última moda, además de una cantidad increíble de gente con gafas, converse y gabardinas.
A las nueve y media de la noche nos mirábamos de frente en un barcito hindú que queda por la Nacional y creo que había algo en el aire. Pero todo fué intelectual, siempre primaba un deseo de demostrar, de nunca abandonarse, de llenar el aire de palabras. Si no fuera por la risa, bendito maná, abríamos desarmado y armado el país entero sin habernos acercado un solo ápice. Hubo que dar el salto (un salto que fue apenas un avance imperceptible) cuando ya veía los ojos del barman desnudar la que ahora consideraba "mi chica". Rara cosa, porque aún sabiendo que es parte de mi pequeño círculo amistoso, nunca me había fijado en ella de esa forma, con ese afán de dulce posesión, con esas ganas de quién sabe qué venidas de quién sabe donde. En fin, fuimos los últimos en salir del bar, el dueño declinó una invitación a seguir bebiendo, de manera que rematamos en otro más pequeño, más oscuro, más acogedor.
Solo hizo falta una corta sesión de blues para que dejáramos de fingir que éramos personas completas, perfectamente satisfechos de estar solos, a gusto con nuestra soledad y en pleno cultivo de las mejores virtudes. Llegaron los recuerdos de relaciones pasadas como avalanchas, dejándonos un poco tristes, como cuando se muestran las fotos familiares o las cicatrices. Ella lo entendió todo, y supo disiparlo con un gesto de partida, mas bien de invitación a pasar la noche en arrunche, y así fué como nos cogió la madrugada en pleno vuelo, a bordo de un lascivo taxi y bajo la mirada inquieta del oscuro conductor.
Sexo, culpas venidas a menos. La tonta angustia se fue quedando afuera, parada en la lluvia de Bogotá, y yo reía con todo el cuerpo, feliz de estar feliz y de dormir acompañado de nuevo.
Domingo 8 a.m. Cinematográfico desayuno en una tienda con paredes de baño y casi llena de vapor. Absoluto silencio. En ese momento, le digo a Lú que se ve mejor sin maquillaje, que por qué usa siempre tacones. Y me sonríe sin decir nada, como si fueramos un viejo matrimonio. Llego a mi casa con cara de ponqué (el verano era largo) y me ven como bicho raro, como que un día llega a dormir sin hablar con nadie, y al otro, cagado de la risa queriendo cocinar y ver películas.
En la noche nos vemos de nuevo, esta vez en su casa. Todo ser vivo se mueve mucho mejor en su propio hábitat, en su ambiente natural. Su mamá es economista, fuma todo el tiempo, nunca para de hablar; su hermanita es de una fatuidad preciosa, como la mayoría de los adolescentes. Me muestra los libros, los regalos que le trajeron de Egipto, las lámparas de papel, los cientos de collares, las fotos (monumento al ego), la cara llena y satisfecha. Y yo me digo "coño, te está gustando en serio esta mujer" al frente del espejo, como si fuera Travolta en Pulp Fiction, y cuando salgo ella tiene café y pasteles y una gran sonrisa...
¿Les ha pasado alguna vez que se suben a un bus completamente excitados después de un adiós, con ganas de bajarse a las dos cuadras, sentarse en una banco de esquina y fumarse un cigarro? A mí me pasó en ese momento, pero supe disimular mi nueva cursilería, que juzgue insultante en medio de tantas caras cansadas y amargas. La ciudad se fue disolviendo en la noche, a través de la ventana, y ahora la seguridad volvía. Habían sido cinco años de desafíos, de apuestas altas, de error y acierto, una época en la que no solo se forjan las competencias concretas de un trabajo específico, sino que se aúnan las fuerzas de varias disciplinas, se entiende el carácter mercantil de toda institución, la mezquina importancia de "la rosca", la infinita vanidad del homo sapiens, la conciencia del fin de todas las cosas, sobre todo del fin de la niñez. Uno al final quiere la desescolarización del mundo, la supresión radical del concepto de "juventud", que a los siete años ya sepa uno que el mundo es una mierda muy violenta y muy hermosa y que eso es precisamente lo triste. Que sepa uno ya sin tantas guevonadas, sin tanta bohemia, que esto es un gran paraíso sangriento, una arena de gladiadores en la que pierde el que muere y vence el que mata...
Ya, ya, nos dejemos arrastrar a los potreros de lo sombrío.
En realidad quería hablar de un buen nombre para un gato novelista, pero ya ven, siempre llegan unas cosas y otras...
Camine entonces hasta mi casa, tenía ganas de caminar, que está como a media hora y la sensación de desamparo fue en aumento, por lo que llegué adormir inmediatamente. Al despertarme a eso de la media noche, el dolor no desaparecía, por lo que traté de anular el pensamiento a fuerza de televisión. Mala decisión. Entregado al frenesí del zapping, duré despierto hasta muy tarde. Mas bien hasta muy temprano.
La mañana del sábado transcurrió en una especie de semisueño en la que buscaba entre mi agenda de teléfonos alguien con quien ir a la feria del libro. Muchas personas me habían dicho durante la semana "vamos, seguro, el sábado nos vemos allá", pero yo solo quería ir con Sasha o con Marco. O con ambos. Pero Sasha (después les digo quién es) tenía el celular apagado y Marco no apareció por ningún lado así que me decidí a ir solo. Después del baño y de un largo almuerzo en el que charlé con mi tía para no preocuparla, me llama a la casa una niña que poco veo y quiero bastante, Luisa, con el pretexto (?) de estar buscando material para estudiar un final que viene pronto. Entre una cosa y la otra, quedamos de vernos para ir a la feria. Perfecto, ya tenía con quien ir. Un poco tonto eso de no querer ir solo, debe ser una etapa de "handle with care", de futuro difuso, en las que uno quiere el diálogo o al menos la compañia de alguien que esté en las mismas. A eso de las cinco, mientras escuchaba a Vladdo hablar sobre cómo leer la ciudad, me llama y nos vemos en las banderas de Corferias. Todo marchó bastante bien. Vimos a Herralde mientras hablaba de Anagrama (nos aburrimos sin decirlo), caminamos por ahí con cigarros en la mano y nos topamos literalmente con Valentín, un arquitecto-literato-editor que estaba por allí en busca de las huellas de Bolaño. Y vimos a Juan Carlos Botero vestido a la última moda, además de una cantidad increíble de gente con gafas, converse y gabardinas.
A las nueve y media de la noche nos mirábamos de frente en un barcito hindú que queda por la Nacional y creo que había algo en el aire. Pero todo fué intelectual, siempre primaba un deseo de demostrar, de nunca abandonarse, de llenar el aire de palabras. Si no fuera por la risa, bendito maná, abríamos desarmado y armado el país entero sin habernos acercado un solo ápice. Hubo que dar el salto (un salto que fue apenas un avance imperceptible) cuando ya veía los ojos del barman desnudar la que ahora consideraba "mi chica". Rara cosa, porque aún sabiendo que es parte de mi pequeño círculo amistoso, nunca me había fijado en ella de esa forma, con ese afán de dulce posesión, con esas ganas de quién sabe qué venidas de quién sabe donde. En fin, fuimos los últimos en salir del bar, el dueño declinó una invitación a seguir bebiendo, de manera que rematamos en otro más pequeño, más oscuro, más acogedor.
Solo hizo falta una corta sesión de blues para que dejáramos de fingir que éramos personas completas, perfectamente satisfechos de estar solos, a gusto con nuestra soledad y en pleno cultivo de las mejores virtudes. Llegaron los recuerdos de relaciones pasadas como avalanchas, dejándonos un poco tristes, como cuando se muestran las fotos familiares o las cicatrices. Ella lo entendió todo, y supo disiparlo con un gesto de partida, mas bien de invitación a pasar la noche en arrunche, y así fué como nos cogió la madrugada en pleno vuelo, a bordo de un lascivo taxi y bajo la mirada inquieta del oscuro conductor.
Sexo, culpas venidas a menos. La tonta angustia se fue quedando afuera, parada en la lluvia de Bogotá, y yo reía con todo el cuerpo, feliz de estar feliz y de dormir acompañado de nuevo.
Domingo 8 a.m. Cinematográfico desayuno en una tienda con paredes de baño y casi llena de vapor. Absoluto silencio. En ese momento, le digo a Lú que se ve mejor sin maquillaje, que por qué usa siempre tacones. Y me sonríe sin decir nada, como si fueramos un viejo matrimonio. Llego a mi casa con cara de ponqué (el verano era largo) y me ven como bicho raro, como que un día llega a dormir sin hablar con nadie, y al otro, cagado de la risa queriendo cocinar y ver películas.
En la noche nos vemos de nuevo, esta vez en su casa. Todo ser vivo se mueve mucho mejor en su propio hábitat, en su ambiente natural. Su mamá es economista, fuma todo el tiempo, nunca para de hablar; su hermanita es de una fatuidad preciosa, como la mayoría de los adolescentes. Me muestra los libros, los regalos que le trajeron de Egipto, las lámparas de papel, los cientos de collares, las fotos (monumento al ego), la cara llena y satisfecha. Y yo me digo "coño, te está gustando en serio esta mujer" al frente del espejo, como si fuera Travolta en Pulp Fiction, y cuando salgo ella tiene café y pasteles y una gran sonrisa...
¿Les ha pasado alguna vez que se suben a un bus completamente excitados después de un adiós, con ganas de bajarse a las dos cuadras, sentarse en una banco de esquina y fumarse un cigarro? A mí me pasó en ese momento, pero supe disimular mi nueva cursilería, que juzgue insultante en medio de tantas caras cansadas y amargas. La ciudad se fue disolviendo en la noche, a través de la ventana, y ahora la seguridad volvía. Habían sido cinco años de desafíos, de apuestas altas, de error y acierto, una época en la que no solo se forjan las competencias concretas de un trabajo específico, sino que se aúnan las fuerzas de varias disciplinas, se entiende el carácter mercantil de toda institución, la mezquina importancia de "la rosca", la infinita vanidad del homo sapiens, la conciencia del fin de todas las cosas, sobre todo del fin de la niñez. Uno al final quiere la desescolarización del mundo, la supresión radical del concepto de "juventud", que a los siete años ya sepa uno que el mundo es una mierda muy violenta y muy hermosa y que eso es precisamente lo triste. Que sepa uno ya sin tantas guevonadas, sin tanta bohemia, que esto es un gran paraíso sangriento, una arena de gladiadores en la que pierde el que muere y vence el que mata...
Ya, ya, nos dejemos arrastrar a los potreros de lo sombrío.
En realidad quería hablar de un buen nombre para un gato novelista, pero ya ven, siempre llegan unas cosas y otras...
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