26.4.07

No es fácil escribir cuando se está cerca de los cero grados y menos cuando se tiene una gripa bien acomodada entre pecho y espalda. Con todo, hay que acometer la empresa con arrojo. Me dispongo a proceder de una manera bretoniana, escritura de automatismo psíquico sin intermediación de la razón ni mucho menos pretensiones éticas o estéticas. Trataré, por lo tanto, de no pisotear el nombre de tantos alucinados dispuestos a conjugar imágenes disímiles y poderosas, tan solo para afirmar (vasta labor) el predominio del sueño y la paradoja. Empecemos, entonces.

Antes de subir al cuadrúpedo vehículo, la sonrisa rápida y nerviosa del que se sabe objeto del amor mas descarado. Pasos apresurados, asfalto, vuelta a las praderas, al humo negro, a una falda a cuadros sobre la cama, a unas botas bien puestas. En la esquina donde suelen tomarse fotografías los viejos y las palomas, donde orinan los perros y trabajan las putas, llegó la nostalgia, y con ella, un implacable silencio que quería minutos a celular y abrazos que fueran honestos. Al cerrar la puerta tras de mí, el deseo de una flor que no estuviera tan sola en la ciudad, que almorzara con sus amigas en algún café o estuviera en la cama de su amante viendo alguna película. Pero no, todo era azul y vasto, como un cielo desmembrado, con cabeza de gata y alambres de cristal. Muy bien, llegó la aurora, y allí chisporroteaban dos figuras negras, displicentes, que de mala gana aceptaron una copa en una caverna verde y penumbrosa. La mala facha solo era superada por ciertas miradas que juzgué indiscretas, y después, por el recuerdo animal de algún amor perdido. Las distancias se acortaron y la figura número uno se fué alejando mientras la dos se acercaba cada vez más, y tuve que hacer como si tal cosa, como si lo natural fuera el acercamiento, aunque este fuera de compás o de meteorito. El cataclismo se produjo unas horas después en la calle, recostados los dos a un muro que bien podría haber sido el muro de las lamentaciones si nuestras carcajadas no lo hubieran intimidado. Pero el muro rojo se mentía, pues si alguien debía temer era yo, tal vez la luz que chisporroteaba, pero nunca el muro, tan humilde y altivo y manchado de tiempo. Volvió la época en la que se escribían historias en la calle, y algún que otro chico andaba con su pistola a cuestas y el destino marcado. Época donde no sabíamos qué era el destino pues las ganas daban para todo, había unas ganas infintas de tomarse el mundo bogado, como se toma una cerveza si no hay plata o un jugo de guayaba en casa de alguna tía. Queríamos todo tan rápido y aún así llegó la calma con los años, y también llegó la constatación de no haber superado muchas cosas, entre ellas, la velocidad. Pero mejor que todo fue saber que al crecer sabíamos que teníamos razón, que el tiempo había forjado las certezas que la ingenuidad había perfilado. Entonces llegaron oscuras noches de luces artificiales, mujeres artificiales, paraísos artificiales, todo retrospectivamente, como si de repente la memoria azul roja violeta viniera a afirmarse en su aljibe de patio viejo, en su modesto caudal de trémulos rigores, de locuras moderadas. Curioso que haya explotado ese recuerdo allí, al lado de la pared roja y manchada, y curioso que hiciera explotar la luz chisporroteante, pues nunca habría imaginado que la luz me invadiría hasta devorarme. Después del big bang, fue perseguir una sombra en un camino de piedra, alerta a no ser asaltado por segovianos o mariposas o atracadores y enfrentar cara a cara el golpe que no se dio sino en un sueño que lo devolvió con renovado ímpetu. La ternura y el silencio se instalaron en esa especie de bosque incendiado que era el centro de la ciudad, y si alguna injuria hubo, esta fue recibida por mí como si de un objeto curioso se tratase. Lo traje a casa, lo acosté en mi cama con mis revistas y mis medicinas, y no dejó examinarse hasta muy entrada la noche, para que mis impresiones se fundieran en el sueño, y así poder tenerme, luz chisporroteante, en su poder hasta que llegara el alba. Mas no cantó ningún pájaro y ninguna doncella vino a anunciar la aurora. Todo ocurrió con monótona precisión, la cara en el espejo, el aura en desaliño, la vida desperdigada en el suelo de la habitación, un poco de frío, un poco de miedo, ganas de disfrazarse y no, ansiedad de futbolista antes de una final, de actor antes de casting, y con todo eso, la consabida lucecita encerrada en un botella lila de culo redondo, lista para salir de paseo y conocer a mis amigos...

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