28.5.07

Carta a un amigo en el exilio

Y bueno viejo, preguntas por el resto de la historia, por lo sucedido en estos años de universidad, por mis ires y venires en medio de tanta incertidumbre y tanto deseo insatisfecho. Me preguntas por Colombia, el país que quiso exiliarte cuando quisiste hablar de frente, tu país ahora tan lejano en la distancia y en el tiempo. Debo decir que me halaga y me sonroja a un tiempo tu confianza en mi escaso criterio, en mi vista tan corta. Y es que cuando digo “Colombia” tengo un sobresalto, me entran ganas de entonar el himno y abrazar la bandera en un frenesí nacionalista, pero me contengo, trato de conjurar los peligros del fanatismo. El testimonio que puedo darte viene dictado más por la curiosidad que por la inteligencia, más por la intuición que por el análisis. Aquí te va, amigo mío, el resto de la fábula:

El once de septiembre de 2001 a las nueve de la mañana estaba en suelo americano, pidiendo visa como muchos. Alguien informó que habían volado el World Trade Center. Pocos lo creímos pero creo que ninguno alcanzó a ver lo que vendría después. Lo único que vimos en toda la mañana fue una nube de funcionarios detrás de las ventanillas que corrían de un lado a otro, desesperados, pensando en todo menos en nosotros, pobres parroquianos que queríamos visitar un país que estaba siendo atacado por terroristas.

Ya cursaba yo primer año de derecho, nervioso y esperanzado como todo advenedizo. El primer año de universidad es crucial para cualquiera. Ahora me digo que no deberían recibir menores de, qué se yo, dieciocho años, porque resulta para los chicos ser una fragua de vivencias brutales, autodestructivas, absolutamente innecesarias. Es posible que una gran población estudiantil se haya salvado de la bohemia y del juego, pero muchos de nosotros quedamos marcados y agotados de tanto andar las calles en busca de lo que no se había perdido. Y pocos de nosotros recordamos lo que en realidad sucedió en aquellos años.

A pesar de la filosofía y la historia, las leyes no son para un tipo de letras. Hay un lenguaje meramente prescriptivo, que no permite el vuelo de la imaginación, que reduce el ámbito creativo. Sumado a esto, el enfrentamiento con una realidad que sobrepasa por mucho el papel es francamente abrumador. Indignados, seguimos leyendo tanta letra muerta, más en aras de obtener una nota que de aprender a conciencia. Eso lo primero. Por otro lado, casi no hay modelos a seguir, mentores de vida. Los docentes parecen a gusto en su concepción de la educación como negocio, muchos de ellos ni se toman el trabajo de reevaluar paradigmas, incapaces de salir de la concepción medieval que fundó las academias. Demasiado miedo en el aprendizaje, demasiado culto a la memoria. Empezaba ya a olvidar que aprender era algo encantador pues ahora estaba obligado a aprender por un contrato. Oneroso, por lo demás.

Pues sí, el asunto se fue especializando. Una vez asumido el papel del abogado miras a los demás de otra forma. Cuando no son pueblo llano, son competencia. El conocimiento empieza a envilecer un poco cuando está recién adquirido, cuando no se ha puesto a prueba. De esta forma, la competencia se fue apoderando de todos nosotros, los antaño amigos ahora eran rivales, los profesores te trataban de colega. Era algo conmovedor pero en el fondo vacío. Algunos quisimos desertar, pero qué va, no íbamos a perder la plata y el tiempo. Además, en otros frentes debía ser lo mismo: el egoísmo, la ambición, la frivolidad. Nada de eso iba a cambiar. Entonces seguimos. Tuvimos que atenuarlo con días familiares, jornadas de cine y libros de mesa, para no ser absorbidos por la mano invisible del mercado, que desde ya empezaba a hacer mella en nosotros.

Vino el cuarto año, y creo ahí empecé a tomar conciencia. La elección de la carrera era de tipo pragmático, sin dudas. Una vez emancipado del seno familiar podría dedicarme a lo que fuera, siempre que no fuera devorado por un oscuro mundo burocrático, siempre que permaneciera fiel a mí mismo. Supe que las competencias adquiridas a fuerza de lecturas y diálogos más que interesantes, tenían que ver con una mejor forma de hablar, de escribir, de darme a entender. Me parecía además que de tanta curiosidad histórica o filosófica, tenía siempre razones más hondas que mis compañeros para decir lo que estaba diciendo. Situarme en Colombia, siglo XXI, fue reconocerme sujeto temporal e histórico, determinado de forma inexorable por las circunstancias. Con algunos trabajos menores, supe lo que en realidad son los derechos fundamentales. No son en absoluto la libertad, la dignidad, la igualdad, los gritos de los franceses. No, ¿para qué eso si no tengo qué comer, qué vestir o en dónde educarme? Si a mí me dicen que nací libre, que nací digno, pues no tengo nada por qué luchar, la vida pierde sentido. Esas son cosas que se ganan luchando, viejo, y eso nadie lo va a cambiar. Los derechos sociales, lo que atañe a toda la comunidad, las verdaderas necesidades, son lo fundamental en cualquier parte del mundo.

Empieza el último año. El círculo de amigos ya se había definido. Pocos pero ciertos. Ya sabía que el derecho era el sacrificio de la libertad en aras de la seguridad común, que era el único recurso que la Razón humana había concebido para frenar la hostilidad. Todo, por supuesto, permeado por el más turbio interés económico. Consciente de todo esto, me olvidé de todo lo que no fuera formación profesional, dedicándome a la academia de tiempo completo, forjando las competencias necesarias para salir a la vida, el verdadero ring de boxeo. Ya estaba bien de tanto manotear a solas en la oscuridad, hacía falta salir al mundo y probarse un poco. Me hizo bien reconciliarme con mis elecciones, con mi libre albedrío. Ahora quiero seguir trabajando en derechos humanos, teoría y práctica, a ver si puedo convencerme y convencer a otros que la paz es posible, que no estamos tan mal como para dejar todo en manos de la guerra.

De Colombia puedo decir varias cosas, pero trataré de ser breve. Colombia es mujer, sin dudas, eso es lo primero que hay que saber. Tiene muchas riquezas, muchos poderosos la cortejan, y no siempre con buenas intenciones. En mis primeros días, Colombia era como una madre, un seno siempre cálido, un abrazo que significaba perdón y esperanza. Y era tan grande Colombia, tan inabarcable, que por mucho viajar a sus rincones siempre parecía desconocida, misteriosa. Todos los rumores que escuchaba sobre los tipos con los que dormía, las corruptelas, los oscuros pactos que maquinaba, me parecían eso, simples rumores. Nunca dudé de su integridad ni de su pureza. Después Colombia fue mujer, una mujer guapísima y encantadora, con todos sus colores al sol, con sus aromas, con sus errores y sus aciertos pero siempre mujer sensual, promesa de lo fecundo. Riquísima y digna de ser protegida. Quería enamorarla y que ella se enamorara de mí, crecer juntos, ver cada uno de sus cambios, sufrir sus derrotas, celebrar sus triunfos. La quería ver libre, viva, contenta. Y bueno, me habría gustado quedarme allí, en ese sueño romántico, en esa plácida adormidera. Pero mi querida Colombia me ha golpeado no tan dulcemente, me ha mancillado con sus traiciones. Ahora la veo mujer fácil, que no lucha para conseguir lo suyo, que gusta de quedarse en casa viendo novelas o noticieros, que espera que la mantengan. Y no solo eso, que goza cuando el hombre la violenta, es más, lo llama pidiendo violencia. No importa tanto que el marido se llame Estados Unidos o como sea, lo que importa y preocupa es que parece necesitar de la sumisión, parece incapaz de crecer por sí misma. ¿Por qué?, me pregunto, nos preguntamos. ¿No está ya muy mayorcita para estar bajo la orla de sus verdugos? Me rehúso, nos rehusamos a creer que prefiera empuñar un arma a empuñar un libro.

El orgullo de Colombia es infundado, frívolo, putón y pacato.
He ahí un mal daguerrotipo de tu país y de tu querido amigo,

M. Valdemar

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